Tendemos a forzar a nuestro cuerpo hasta extremos que no puede tolerar.
Después de años de nuestra infancia en la que nos sentimos omnipotentes y nuestras limitaciones físicas son ignoradas pasamos a los años de adolescencia y juventud, donde el autocuidado queda en un lugar muy alejado del que ocupan nuestras prioridades, abusando del trasnochar, de alimentarnos mal y de acostumbrarnos a que nuestro cuerpo sufra ignorando que ello pueda implicar mayores complicaciones
Sin embargo, puede ocurrir que nuestro cuerpo de repente empiece a mandarnos mensajes: nuestro nivel de tolerancia ya no es el mismo.
Lo que ocurre es que estamos tan familiarizados con las sensaciones internas de ansiedad que no le prestamos mayor atención, ignorando que nuestro nivel de tensión es superior al que el cuerpo puede tolerar.
Aquí es encuentra la base de los ataques de pánico: en obviar las limitaciones de nuestro cuerpo biológico y nuestro sistema nervioso.
Cuando de repente paramos, nos sentamos a descansar, ocurre que nuestro sistema nervioso está demasiado alterado como para pasar de un estado de tanta actividad a ninguna en un espacio tan breve de tiempo. Empezamos, pues, a sentir la dificultad de “detenernos”, lo que genera otra serie de sensaciones y pensamientos negativos ¿qué me sucede?, ¿puede ser esto un infarto?, ¿me estoy volviendo loco?
Cuando una persona ha sufrido un ataque de pánico se vuelve mucho más susceptibles a ellos, por lo que en momentos sucesivos, estará mucho más alerta a posibles respuestas fisiológicas que asocie con ello. Sin embargo, seguimos sin ser muy conscientes en la mayoría de los casos de qué nos ha llevado hasta ese extremo y en consecuencia, no realizar los cambios que serían necesarios.